Ella no lo sabía, pero un joven de baja estatura le seguía sigilosamente. Él no entendía que podía hacer una damisela por aquellos lares, no era el mejor sitio para frecuentar amistades.
La joven tampoco sabía que hacía allí; no recordaba nada, solo un rostro, no precisamente agradable: era de un señor de alrededor de los 40, tenía una cruel sonrisa, y unos ojos del color de la pizarra, tan profundos como un pozo, tenía la nariz ligeramente torcida a la izquierda y su perilla y bigote repeinados eran castaños, pero las canas ya afloraban; tenía el pelo cortado a lo tazón, y su chaleco marrón no se podía permitir el lujo de abrochar los botones centrales.
Al no recordar nada, se preguntaba por qué en su corazón quedaban posos de odio para aquel rostro tan cruel.

No tenía muy claro qué iba a hacer ahora, pero antes de que la angustia y la tristeza la inundasen, su curiosidad pudo con ella, y buscó un escaparate donde reflejarse. No le costó mucho, y se encontró de frente con una chica no muy alta, con dos trenzas pelirrojas que la caían por los hombros hasta el pecho, tenía pecas y unos ojos verdes. Pensó que no estaba mal del todo, y que por su apariencia, no debía pertenecer a aquella zona de allí. Tenía puesta una capa azul y un vestido sencillo blanco; de acuerdo, no de la realeza, pero tampoco de aquel barrio de mal agüero. Y por fin, satisfecha su curiosidad, se dejó invadir por la desesperación.